Debo contenerme para contar esto con objetividad: como era de suponer, sufrí discriminación por mi color de piel. Resulta que hace poco vi una chica pálida como la muerte: era blanca. Se me acercó y me dijo: "Hola guapo. ¿Qué, nunca habías visto alguien como yo? Es que soy de chocolate". Su voz era cálida y seductora, como la del demonio. Obviamente, era extranjera. Como recordé las
sabias advertencias de mis padres sobre la discriminación y sobre todo lo que implica el ser negro, me dio un
canguelo terrible su malicia y sus aparentes buenas intenciones, obviamente fingidas.
Sí, sé que mis lectores creen que soy muy valiente, y eso no es del todo falso, pero de todos modos lloré. Lloré de terror por primera vez. Mis padres, pobres, estaban aún peor que yo, porque ni siquiera pudieron llorar. Las bocas se les congelaron en algo que, aunque indescriptible, desde lejos y a través de un vidrio muy sucio podría haber parecido una sonrisa. Es que ante esta maligna mujer no supieron qué hacer o cómo actuar, y temieron por sus vidas y por la mía. Pero a Dios gracias que al final ella se contentó con verme llorar, y con eso nomás se apartó.