Emulando a los grandes maestros del mal, ya me venía hace tiempo pensando en alguna venganza porque mi dieta no consiste sólo de yoghurt, chocolate, banana, pan blando, dulce de leche y galletitas. Pero el otro día, y sin un plan muy meditado, hice un gol de media cancha.
Mis progenitores fueron a cenar afuera con dos amigos ¡y me llevaron! Claro, pensaban que me dormiría, pero yo no quería. Esa Voz Grave fue quien más insistió en que durmiese, pero no lo logró. Antes de irnos los adultos llenaron unos papelitos con no sé qué cosa y uno de los que traían pan ofreció sortear de entre todos los papelitos del restaurante un premio. Mi madre me ofreció como
elector del papelito ganador. Los adultos creen que los niños somos puros y blancos como ángeles ¡cómo pueden pensar eso si alguna vez cambiaron pañales y vieron nuestras rabietas! Y así fue: elegí un papelito. Había muchos, parecían más que los comensales que había en ese montón de mesas, pero al final elegí uno: el que tenía la tinta de la lapicera omnipresente en la camisa de papá. El que nos traía pan me sacó el papelito de la mano y dijo quién había ganado, y resultó evidente el nepotismo sorteil.
Y sí, sentí el odio de las gentes de las demás mesas. Pensé que lo mirarían a él, que ganó el papelito -ya que estamos, no entiendo porqué los adultos aman tanto las cosas de papel: diarios, libros, billetes, etc.-, pero no; me miraron a mí. Y como soy un niño, y se supone que soy puro y angelical, sus miradas pronto se desviaron.
Igual, papá se puso colorado, con lo que el plan cumplió su cometido.